15.9.01

La rabia y el orgullo

En este extraordinario relato, Oriana Fallaci rompe un silencio de décadas. La más célebre escritora italiana vive gran parte del año en Manhattan totalmente aislada. Pero el destino quiso que, el 11 de septiembre, el Apocalipsis se abriese a poca distancia de su casa. En estas páginas plasma qué sintió. Ideas fuertes. Ideas para razonar y reflexionar.
Me pides que hable, esta vez. Me pides que rompa, al menos esta vez, el silencio por el que he optado y que, desde hace años, me he impuesto para no mezclarme con las chicharras. Y lo hago. Porque he sabido que, incluso en Italia, algunos se alegraron, como aquella tarde se alegraron en televisión los palestinos de Gaza. «¡Victoria, victoria!». Hombres, mujeres y niños. Siempre que se pueda seguir definiendo como hombre, mujer o niño al que hace una cosa así.
He sabido que algunas chicharras de lujo, políticos o supuestos políticos, intelectuales o supuestos intelectuales, amén de otros individuos que no merecen la calificación de ciudadanos, se comportan sustancialmente de la misma forma. Dicen: «Les está bien empleado a los americanos».
Me siento muy, muy indignada. Indignada con una rabia fría, lúcida y racional. Una rabia que elimina cualquier atisbo de distanciamiento o de indulgencia. Una rabia que me invita a responderles y, sobre todo, a escupirles. Les escupo a todos ellos. Indignada como yo, la poetisa afroamericana Maya Angelou, rugió también: «Be angry. It's good to be angry, it's healthy» (Indignaos. Es bueno estar indignados. Es sano). No sé si indignarme es saludable para mí.
Pero sé que no les sentará bien a ellos, a los que admiran a Osama bin Laden, a los que le expresan comprensión, simpatía o solidaridad. Con tu petición se ha encendido un detonante, que hace mucho tiempo que quiere explotar. Ya lo verás.
Me pides que cuente cómo he vivido yo este Apocalipsis. Que escriba, en suma, mi testimonio. Ahí va. Estaba en casa. Mi casa está situada en el centro de Manhattan y, a las nueve en punto, tuve la sensación de un peligro inminente que quizás no me alcanzase, pero que ciertamente me iba a afectar profundamente. Era la sensación que se siente en la guerra, durante el combate, cuando con todos los poros de tu piel sientes las balas o el cohete que silba, estiras las orejas y gritas al que está a tu lado: «¡Down! ¡Get down!» (¡Al suelo. Echate al suelo!). Tardé un poco en reaccionar. ¡No estaba ni en Vietnam ni en una de las numerosas y horribles guerras que, desde la II Guerra Mundial, han atormentado mi vida! Estaba en Nueva York, caramba, una maravillosa mañana de septiembre del año 2001.
Pero la sensación siguió apoderándose de mí, inexplicable, y entonces hice lo que no suelo hacer nunca por la mañana. Encendí la televisión. El sonido no funcionaba, pero la pantalla, sí. Y en todos los canales, aquí hay casi 100 canales, veía una Torre del World Trade Center que ardía como una gigantesca cerilla. ¿Un cortocircuito? ¿Una avioneta estrellada contra la Torre? ¿O un atentado terrorista planeado? Casi paralizada, permanecí fija ante la pantalla y, mientras la miraba fijamente y me planteaba esas tres preguntas, apareció un avión. Blanco y grande. Un avión de línea. Volaba bajísimo. Y volando bajísimo se dirigía hacia la segunda Torre como un bombardero que apunta a su objetivo y se arroja sobre él. Entonces me di cuenta de lo que estaba pasando. Me di cuenta, porque, en ese mismo momento, volvió la voz a mi tele, transmitiendo un coro de gritos salvajes. Realmente salvajes: «¡Oh God, oh, God, God, God, Gooooooood!». Y el avión penetró en la segunda Torre como un cuchillo que corta un trozo de mantequilla.
TROZO DE HIELO
Eran las nueve y cuarto. Y no me pidas que recuerde lo que sentí durante aquellos 15 minutos. No lo sé, no lo recuerdo. Era como un trozo de hielo. Incluso mi cerebro estaba helado. Ni siquiera recuerdo si algunas cosas las vi sobre la primera o sobre la segunda Torre. La gente que, para no morir abrasada viva, se lanzaba por las ventanas desde el piso 80 ó 90, por ejemplo. Rompían los cristales de las ventanas y se lanzaban al vacío como si se lanzasen de un avión en paracaídas, y caían lentamente. Agitando las piernas y los brazos, nadando en el aire. Sí, parecía que nadaban en el aire. Y no acababan de llegar abajo. Hacia el piso 30, aceleraban. Se ponían a gesticular, desesperados, supongo que arrepentidos, como si gritasen «Help, help». Y quizás lo gritasen de verdad. Por fin, caían en el suelo y paf.
Mira, pensaba estar vacunada contra todo y, esencialmente, lo estoy. Ya nada me sorprende. Ni siquiera cuando me indigno y me irrito. Pero en la guerra siempre vi a gente que muere asesinada. Nunca había visto a gente que muere matándose, es decir, lanzándose sin paracaídas del piso 80, 90 ó 100. Además, en la guerra siempre vi trastos que explotan en abanico. En la guerra siempre oí un gran ruido. En cambio, las dos Torres no explotaron. La primera implosionó y se tragó a sí misma. La segunda, se fundió, se disolvió. Por el calor se disolvió como un trozo de mantequilla al fuego. Y todo sucedió, o al menos así me pareció a mí, en medio de un silencio de tumba. ¿Es posible? ¿Reinaba realmente ese silencio o estaba dentro de mí?
Tengo que decirte también que, en la guerra, siempre vi un número limitado de muertes. Cada combate, 200 ó 300 muertos. Como máximo, 400. Como en Dak To, en Vietnam. Y cuando terminó la batalla y los americanos se pusieron a rescatar a sus heridos y a contar a sus muertos, no podía dar crédito a mis ojos. En la matanza de Ciudad de México, aquélla en la que incluso a mí me hirió una bala, recogieron al menos 800 muertos. Y, cuando creyéndome muerta, me llevaron al tanatorio, los cadáveres que había a mi alrededor me parecían un diluvio.
Pues bien, en las dos Torres trabajaban casi 50.000 personas. Y pocos tuvieron el tiempo suficiente para salir de ellas. Los ascensores no funcionaban, obviamente, y para bajar a pie desde los últimos pisos se tardaba una eternidad. Siempre que se lo permitiesen las llamas. Jamás sabremos el número exacto de muertos. ¿40.000, 45.000...? Los americanos no lo dirán jamás. Para no subrayar la intensidad de este Apocalipsis. Para no dar una satisfacción más a Osama bin Laden e incentivar otros apocalipsis.
Y además, los dos abismos que han absorbido a decenas de miles de criaturas son demasiado profundos. Como máximo, los operarios desenterrarán trozos de miembros esparcidos por todas partes. Una nariz aquí y un brazo, allá. O una especie de barro, que parece café machacado, y que es, en realidad, materia orgánica. Los residuos de los cuerpos que en un momento quedan reducidos a polvo. El alcalde Giuliani envió otros 10.000 sacos. Pero no los utilizaron.
¿Qué siento por los kamikazes que murieron con ellos? Ningún respeto. Ninguna piedad. Ni siquiera piedad. Yo que, casi siempre, termino cediendo a la piedad. A mí, los kamikazes, es decir, los tipos que se suicidan para matar a los demás, siempre me parecieron antipáticos, comenzando por los japoneses de la II Guerra Mundial.
Sólo los consideré beneficiosos para bloquear la llegada de las tropas enemigas, prendiendo fuego a la pólvora y saltando por los aires con la ciudad, en Turín. Nunca los consideré soldados. Y mucho menos los considero mártires o héroes, como aullando y escupiendo saliva me los definió Arafat en 1972, cuando lo entrevisté en Amán, el lugar donde sus mariscales entrenaban incluso a los terroristas de la Beider-Meinhoff.
KAMIKAZES
Los considero tan sólo vanidosos. Vanidosos que, en vez de buscar la gloria a través del cine, de la política o del deporte, la buscan en la muerte propia y en la de los demás. Una muerte que, en vez del Oscar, de la poltrona ministerial o del título de Liga, les procurará (o eso creen) admiración. Y, en el caso de los que rezan a Alá, un lugar en el paraíso del que habla el Corán: el paraíso donde los héroes gozan de las huríes.
Son incluso vanidosos físicamente. Tengo ante mis ojos la fotografía de dos kamikazes de los que hablo en mi libro Insciallah, la novela que comienza con la destrucción de la base americana (más de 400 muertos) y de la base francesa (más de 350 muertos) en Beirut. Se habían hecho sacar esta foto antes de ir a morir y, antes de dirigirse a la muerte, habían pasado por el peluquero. ¡Qué buen corte de pelo! ¡Qué bigotes engominados, qué barbas tan bien recortadas, qué patillas tan bien igualadas...!
¡Cómo me gustaría poder decirle cuatro cosas bien dichas al señor Arafat! Entre él y yo no hay buen feeling. Nunca me perdonó ni las repetidas diferencias de opinión que tuvimos durante aquel encuentro ni el juicio que hice sobre él en mi libro Entrevista con la historia. Y por mi parte, tampoco le he perdonado nada. Ni siquiera el que un periodista italiano, que se presentó ante él imprudentemente diciendo que era «amigo mío», se encontrase al instante con una pistola apuntándole al corazón. No nos volvimos a ver más. Pecado. Porque, si lo volviese a ver de nuevo, o mejor dicho, si me concediese audiencia, le gritaría en las narices quiénes son los mártires y los héroes.
Le gritaría: Ilustre señor Arafat, los mártires son los pasajeros de los cuatro aviones secuestrados y transformados en bombas humanas. Entre ellos, la niña de cuatro años que se desintegró en el interior de la segunda Torre. Ilustre señor Arafat, los mártires son los empleados que trabajaban en las dos Torres y en el Pentágono. Ilustre señor Arafat, los mártires son los bomberos muertos por intentar salvarlos. ¿Y sabe usted quiénes son los héroes? Son los pasajeros del vuelo que iba a estrellarse contra la Casa Blanca y que se estrelló en un bosque de Pensilvania, porque se rebelaron contra los terroristas.
Ellos sí que están en el paraíso, ilustre señor Arafat. La desgracia es que ahora sea usted el jefe de Estado ad perpetuum, que se comporta como un monarca, que visita al Papa y afirma que el terrorismo no le gusta y manda condolencias a Bush. Y quizás con su camaleónica capacidad para desmentirse, sería capaz de responderme que tengo razón. Pero cambiemos de disco. Como todo el mundo sabe, estoy muy enferma y, hablando de Arafat, me sube la fiebre.
Prefiero hablar de la invulnerabilidad que muchos en Europa atribuían a Estados Unidos. ¿Qué tipo de invulnerabilidad? Cuanto más democrática y abierta es una sociedad, más expuesta está al terrorismo. Cuanto más libre es un país y menos gobernado está por un régimen policial, más sufre o se arriesga a sufrir las matanzas que durante tantos años se produjeron en Italia, en Alemania y en otras zonas de Europa. Y ahora tienen lugar, agigantadas, en Norteamérica. No en vano los países no democráticos, gobernados por regímenes policiales, han albergado y financiado y ayudan a los terroristas.
Por ejemplo, la Unión Soviética, los países satélites de la Unión Soviética y la China Popular. La Libia de Gadafi, Irak, Irán, Siria, el Líbano arafatiano, el propio Egipto, la propia Arabia Saudí, el propio Pakistán, obviamente Afganistán y todas las regiones musulmanas de Africa. En los aeropuertos y en los aviones de esos países siempre me he sentido segura. Serena como un recién nacido que duerme plácidamente. Lo único que temía era ser arrestada porque ponía a parir a los terroristas.
En cambio, en los aeropuertos y en los aviones europeos siempre me he sentido nerviosilla. Y en los aeropuertos y en los aviones americanos, realmente nerviosa. Y en Nueva York, dos veces más nerviosa. En Washington, no. Debo admitirlo. Realmente no me esperaba el avión contra el Pentágono.
A mi juicio, en suma, nunca ha sido un problema de si, sino un problema de cuándo. ¿Por qué crees que el martes por la mañana mi subconsciente me lo advirtió con una profunda inquietud y una rara sensación de peligro? ¿Por qué crees que, contrariamente a mis costumbres, encendí el televisor? ¿Por qué crees que entre las tres cuestiones que me planteaba mientras ardía la primera Torre y la voz de mi tele no funcionaba, estaba la del atentado? ¿Y por qué crees que apenas aparecido en pantalla el segundo avión lo comprendí todo?
Por ser Estados Unidos el país más potente del mundo, el más rico, el más poderoso, el más moderno, cayeron casi todos en esa insidia. A veces, incluso los propios americanos. Y es que la invulnerabilidad de Norteamérica nace precisamente de su fuerza, de su riqueza, de su potencia, de su modernidad. Es la habitual historia del pez que se muerde la cola.
Nace también de su esencia multiétnica, de su liberalidad, de su respeto por los ciudadanos y por los huéspedes. Por ejemplo, cerca de 24 millones de americanos son árabes-musulmanes. Y cuando un Mustafá o un Mohamed viene, por ejemplo de Afganistán, a visitar a un tío, nadie le prohíbe apuntarse a una escuela para aprender a pilotar un 757. Nadie le prohíbe inscribirse en una universidad (una costumbre que espero que cambie) para estudiar química y biología, las dos ciencias necesarias para desencadenar una guerra bacteriológica. Nadie. Ni siquiera si el Gobierno teme que el hijo de Alá secuestre un 757 o eche un puñado de bacterias en el depósito de agua y desencadene una hecatombe. (Digo si, porque, esta vez, el Gobierno no sabía nada y el papelón de la CIA y del FBI no tiene parangón. Si fuese el presidente de Estados Unidos los echaría a todos a patadas en el culo por cretinos).
SIMBOLOS
Y dicho esto, volvamos al razonamiento inicial. ¿Cuáles son los símbolos de la fuerza, de la riqueza, de la potencia de la modernidad americana? No son el jazz y el rock and roll, el chicle o la hamburguesa, Broadway o Hollywood. Son sus rascacielos. Su Pentágono. Su ciencia. Su tecnología. Esos rascacielos impresionantes, tan altos, tan bellos que, al alzar los ojos, casi olvidas las pirámides y los divinos palacios de nuestro pasado. Esos aviones gigantescos, exagerados, que se utilizan como en otro tiempo se utilizaban los veleros y los camiones, porque todo se mueve a través de los aviones. Todo. El correo, el pescado fresco y nosotros mismos (no olvidemos que la guerra aérea la inventaron ellos. O al menos la guerra aérea desarrollada hasta la histeria).
Ese terrible Pentágono, esa fortaleza que da miedo sólo con mirarla. Esa ciencia omnipresente y casi omnipotente. Esa extraordinaria tecnología que, en pocos años, cambió por completo nuestra vida cotidiana, nuestra milenaria manera de comunicarnos, comer y vivir. ¿Y dónde les ha golpeado el reverendo Osama bin Laden? En los rascacielos y en el Pentágono. ¿Cómo? Con los aviones, con la ciencia, con la tecnología.
By the way. ¿Sabes qué es lo que más me impresiona de este triste millonario, de este fallido playboy que, además de cortejar a las princesas rubias y retozar en los night club (como hacía en Beirut, cuando tenía 20 años), se divierte matando a la gente en nombre de Mahoma y de Alá? El hecho de que su desmesurado patrimonio provenga también de los beneficios de una Corporation especializada en demoliciones y que él mismo sea un experto demoledor. La demolición es una especialidad americana.
Cuando nos vimos, te noté casi sorprendido de la heroica eficacia y de la admirable unidad con la que los americanos han afrontado este Apocalipsis. Pues, sí. A pesar de los defectos que continuamente se le echan en cara, y que yo misma les echo en cara (aunque los de Europa y, especialmente, los de Italia son todavía peores), Estados Unidos es un país que tiene grandes cosas que enseñarnos.
A propósito de la heroica eficacia, déjame levantar una peana para el alcalde de Nueva York. Ese Rudolph Giuliani al que nosotros, los italianos, deberemos dar gracias de rodillas. Porque tiene un apellido italiano y es de origen italiano y está quedando como un héroe ante todo el mundo. Es una gran, un grandísimo alcalde, Rudolph Giuliani. Te lo dice una que nunca está contenta por nada y con nadie, comenzando por sí misma.
Es un alcalde digno de otro grandísimo alcalde con apellido italiano, Fiorello La Guardia, a cuya escuela deberían ir muchos de nuestros alcaldes. Tendrían que presentarse humildemente, incluso con ceniza en la cabeza, ante él para preguntarle: «Sor Giuliani, por favor, dígame cómo se hace». El no delega sus deberes en el prójimo, no. No pierde tiempo en tonterías ni en medrajes personales. No se divide entre el cargo de alcalde y el de ministro o diputado. (¿Hay alguien que me esté escuchando en las tres ciudades de Stendhal, es decir, en Nápoles, en Florencia y en Roma?).
Llegó instantes después de la catástrofe, entró en el segundo rascacielos y corrió el peligro de transformarse en cenizas como los demás. Se salvó por los pelos y por casualidad. Y al cabo de cuatro días, volvió a poner en pie la ciudad. Una ciudad que tiene nueve millones y medio de habitantes y casi dos sólo en Manhattan. Cómo lo hizo, no lo sé. Está enfermo, como yo, el pobre. El cáncer que va y viene, le ha mordido también a él. Y, como yo, hace como si estuviese sano y sigue trabajando. Pero yo trabajo en una mesa, caramba, y sentada.
El, en cambio... Parecía un general de ésos que participan directamente en la batalla. Un soldado que se lanza al ataque con la bayoneta calada. «Adelante, vamos, vamos, arriba. Vamos a salir de esto lo más pronto posible». Pero podía hacer eso, porque la gente era, es, como él. Gente sin vanidad y sin pereza, habría dicho mi padre, y con cojones. En cuanto a la admirable capacidad de unirse, a la forma de cerrar filas de una manera casi marcial con la que los estadounidenses responden a las desgracias y al enemigo, pues, tengo que decirte que me ha sorprendido incluso a mí.
Sabía, sí, que esa capacidad había explotado en los tiempos de Pearl Harbor, cuando el pueblo se fundió en torno a Roosevelt y Roosevelt entró en guerra contra la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y el Japón de Hiro Hito. La había advertido, sí, después del asesinato de Kennedy. Pero después de todo esto, había venido la Guerra de Vietnam, la lacerante división ocasionada por la Guerra de Vietnam y, en cierto sentido, esa guerra me había recordado su Guerra Civil de hace siglo y medio.
Por eso, cuando vi a blancos y negros llorar abrazados, y digo bien abrazados, cuando vi a demócratas y republicanos cantar abrazados God bless America, cuando les vi olvidarse de todas sus diferencias, me quedé de piedra. Lo mismo me pasó cuando oí a Bill Clinton (una persona hacia la cual nunca sentí ternura alguna) declarar: «Apretémonos en torno a Bush, tened confianza en nuestro presidente». Y lo mismo me pasó cuando esas mismas palabras fueron repetidas con fuerza por su mujer, Hillary, ahora senadora por el estado de Nueva York. Y cuando fueron reiteradas por Lieberman, el ex candidato demócrata a la Vicepresidencia (sólo el desaparecido Al Gore permaneció escuálidamente callado). Y cuando el Congreso votó por unanimidad aceptar la guerra y castigar a los responsables.
¡Ojalá Italia aprendiese esta lección! Está tan dividida nuestra Italia. ¡Es un país tan lleno de facciones y tan envenenado por sus mezquindades tribales! En Italia, se odian incluso en el seno del mismo partido. No consiguen estar juntos ni siquiera cuando tienen el mismo emblema, el mismo distintivo. Celosos, llenos de bilis, vanidosos y mezquinos, sólo piensan en sus propios intereses personales. En la propia carrera, en la propia gloria, en la propia popularidad de periferia. Por los propios intereses personales se desprecian, se traicionan, se acusan y se escupen...
Estoy absolutamente convencida de que, si Osama bin Laden hiciese saltar por los aires la Torre de Giotto o la Torre de Pisa, la oposición le echaría la culpa al Gobierno. Y el Gobierno se la echaría a la oposición. Y los jefecillos del Gobierno y de la oposición se las echarían a sus propios compañeros y camaradas de partido. Y dicho esto, déjame que te explique de dónde nace la capacidad de unirse que caracteriza a los americanos.
Nace de su patriotismo. No sé si en Italia habéis visto y entendido qué pasó en Nueva York cuando Bush fue a dar las gracias a los operarios (y operarias) que excavan entre los escombros de las dos Torres intentando encontrar algún superviviente y sólo extraen narices y dedos. Y sin embargo, no ceden. Sin resignarse y si les preguntas cómo lo hacen, te responden: «I can allow myself to be exhausted, not to be defeated» (Puedo permitirme estar exhausto, pero no estar derrotado). Todos. Jóvenes, jovencísimos, viejos y de mediana edad. Blancos, negros, amarillos, marrones y violetas...
¿Los habéis visto o no? Mientras Bush les daba las gracias, ellos no paraban de agitar sus banderitas americanas, levantar el puño cerrado y rugir: «USA, USA, USA». En un país totalitario, habría pensado: «¡Qué bien se lo ha montado el poder!». En Norteamérica, no. En Estados Unidos, estas cosas no se organizan. No se manipulan ni se ordenan. Especialmente en una metrópoli desencantada como Nueva York y con operarios como los operarios de Nueva York.
Son grandes tipos los operarios de Nueva York. Más libres que el viento. No se les puede manipular. No obedecen ni a sus sindicatos. Pero si le tocas la bandera, si le tocas la patria... En inglés, no existe la palabra patria. Para decir patria hay que unir dos palabras. Father Land, Tierra de los Padres. Mother Land, Tierra Madre. Native Land, Tierra Nativa. O decir simplemente My country, mi país. Pero sí existe el sustantivo patriotismo. Y exceptuando Francia, no me imagino un país más patriótico que Estados Unidos. ¡Me emocioné tanto viendo a esos operarios apretando el puño y enarbolando las banderitas mientras rugían USA, USA, USA, sin que nadie se lo mandase!
HUMILLACION
Y sentí también una especie de humillación. Porque no me puedo imaginar a los operarios italianos enarbolando la bandera tricolor y rugiendo Italia, Italia, Italia. En las manifestaciones y en los comicios he visto enarbolar muchas banderas rojas. Ríos y lagos de banderas rojas. Pero siempre he visto enarbolar muy pocas banderas tricolores. Mal dirigidos o tiranizados por una izquierda arrogante y devota de la Unión Soviética, las banderas tricolores se las han dejado siempre a los adversarios. Y tengo que decir que tampoco los adversarios han hecho muy buen uso de ella, pero, al menos no la han despreciado, gracias a Dios. Y lo mismo digo de los que van a misa.
En cuanto al patán con la camisa verde y la corbata verde, ni siquiera sabe cuáles son los colores de la tricolor y estaría encantado de retrotraernos a la guerra entre Florencia y Siena. Resultado: hoy, la bandera italiana se ve sólo en las Olimpiadas, si, por casualidad, se gana una medalla. Peor aún: se ve sólo en los estadios, cuando hay un partido de fútbol internacional. Unica ocasión, también, en la que se puede oír el grito de Italia, Italia.
Hay, pues, una gran diferencia entre un país en el que la bandera de la patria es enarbolada por los gamberros en los estadios, y un país en el que la enarbola el pueblo entero. Por ejemplo, los operarios irreductibles que excavan entre las ruinas para sacar alguna oreja o alguna nariz de las criaturas masacradas por los hijos de Alá. O para recoger esa especie de café molido, que es lo único que queda de los fallecidos.
El hecho es que América es un país especial, mi querido amigo. Un país al que hay que envidiar, del que hay que estar celosos, por cosas que nada tienen que ver con su riqueza, etc. Es un país envidiable porque ha nacido de una necesidad del alma, la necesidad de tener una patria, y de la idea más sublime que el hombre haya concebido jamás: la idea de la libertad, o de la libertad esposada con la idea de la igualdad. Es un país envidiable porque, en aquella época, la idea de libertad no estaba de moda. Y mucho menos, la de igualdad. Sólo hablaban de ellas algunos filósofos llamados ilustrados. Estos conceptos sólo se encontraban en un carísimo libraco llamado Enciclopedia.
Y aparte de los escritores y demás intelectuales, aparte de los príncipes y de los señores que tenían dinero para comprar el libraco o los libros que habían inspirado el libraco, ¿quién sabía algo de la Ilustración? ¡No era algo que se pudiese comer la Ilustración! Ni siquiera hablaban de la libertad y de la igualdad los revolucionarios de la Revolución Francesa, dado que dicha Revolución comenzó en 1789, es decir, 13 años después de la Revolución Americana, que comenzó en 1776. (Otra particularidad que ignoran o fingen olvidar los del «qué bien empleado les está a los americanos». ¡Raza de hipócritas!).
Es un país especial, un país envidiable, además, porque aquella idea es entendida y asumida por ciudadanos a menudo analfabetos o con poca instrucción. Los ciudadanos de las colonias americanas. Y porque es materializada por un pequeño grupo de líderes extraordinarios, por hombres de una gran cultura y de una gran calidad. The Founding Fathers, los Padres Fundadores, los Benjamin Franklin, los Thomas Jefferson, los Thomas Paine, los John Adams, los George Washington, etc. ¡Gente muy distinta de los abogaduchos (como justamente los llamaba Vittorio Alfieri) de la Revolución Francesa! ¡Gente muy diferente de los sombríos e histéricos verdugos del Terror, los Marat, los Danton, los Saint Just y los Robespierre!
Los Padres Fundadores eran tipos que conocían el griego y el latín como nunca lo conocerán los profesores italianos de griego y latín (si es que existen todavía). Tipos que en griego habían leído a Aristóteles y a Platón y que, en latín, se habían leído a Séneca y a Cicerón. Y que se habían estudiado los principios de la democracia griega más que los marxistas de mi época estudiaban la teoría de la plusvalía (si es que realmente se la estudiaban).
Jefferson conocía incluso el italiano (le llamaba toscano). En italiano hablaba y leía con gran facilidad. De hecho, junto con las 2.000 vides, los 1.000 olivos y los cuadernos de música que escaseaban en Virginia, el florentino Filippo Mazzei, en 1774, le llevó varias copias de un libro escrito por un tal Cesare Beccaria titulado De los delitos y de las penas.
Por su parte, el autodidacta Franklyn era un genio. Científico, impresor, editor, escritor, periodista, político e inventor. En 1752, descubrió la naturaleza eléctrica del rayo e inventó el pararrayos. Casi nada. Con estos líderes extraordinarios, con estos hombres de gran calidad, en 1776, los ciudadanos, a menudo analfabetos o poco instruidos, se rebelaron contra Inglaterra. Hicieron la Guerra de la Independencia y la Revolución Americana.
LIBERTAD E IGUALDAD
Y a pesar de los fusiles y de la pólvora, a pesar de los muertos que conlleva toda guerra, no hicieron una guerra con los ríos de sangre de la futura Revolución Francesa. No la hicieron con la guillotina ni con las matanzas de La Vendée. La hicieron con un pergamino que, junto a la necesidad del alma (la necesidad de tener una patria), concretaba la sublime idea de la libertad o de la libertad esposada con la igualdad. La Declaración de la Independencia.
«We hold these truths to be self-evident... Consideramos evidente esta realidad. Que todos los hombres son creados iguales. Que son dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables. Que, entre estos derechos, está el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Que para asegurar estos derechos los hombres deben instituir gobiernos...».
Y ese pergamino, que desde la Revolución Francesa en adelante todos hemos bien o mal copiado o en el que nos hemos inspirado, constituye todavía la espina dorsal de Estados Unidos. La linfa vital de esta nación. ¿Sabes por qué? Porque transforma a los súbditos en ciudadanos. Porque transforma a la plebe en pueblo. Porque la invita o la exige a gobernarse, expresar su propia individualidad, buscar su propia felicidad.
Todo lo contrario de lo que hacía el comunismo, prohibiendo a la gente rebelarse, gobernarse, expresarse y colocando a Su Majestad el Estado en el trono que antes habían ocupado los reyes. «El comunismo es un régimen monárquico, una monarquía de viejo cuño. Por eso, le corta los cojones a los hombres. Y cuando a un hombre se le cortan los cojones, ya no es un hombre», decía mi padre. Decía también que, en vez de rescatar a la plebe, el comunismo convertía a todos en plebe y mataba a todos de hambre.
A mi juicio, Estados Unidos rescata a la plebe. Son todos plebeyos en Norteamérica. Blancos, negros, amarillos, marrones, violetas, estúpidos, inteligentes, pobres y ricos. Incluso los más plebeyos son precisamente los ricos. En la mayoría de los casos, son maleducados y groseros. Se ve rápidamente que no son nada refinados y que no se apañan con el buen gusto o la sofisticación. A pesar del dinero que se gastan en vestirse, por ejemplo, son tan poco elegantes que, a su lado, la reina de Inglaterra parece chic. Pero están rescatados. Y en este mundo no hay nada más fuerte y más potente que la plebe rescatada. Te rompes siempre los cuernos contra la plebe rescatada.
Y contra Estados Unidos se han roto siempre todos los cuernos. Ingleses, alemanes, mexicanos, rusos, nazis, fascistas y comunistas. Por último se los han roto incluso los vietnamitas que, después de su victoria, han tenido que pactar con ellos, de tal forma que, cuando un ex presidente de Estados Unidos va a hacerles una visita, tocan el cielo con un dedo. «Bienvenido señor presidente, bienvenido señor presidente». Con los hijos de Alá el conflicto será duro. Muy duro y muy largo. A no ser que el resto de Occidente decida ayudar, razone un poco y les eche una mano.
No estoy hablando, como es obvio, a las hienas que se relamen viendo las imágenes de las matanzas y se burlan diciendo «qué bien les está a los americanos». Estoy hablando a las personas que, sin ser estúpidas ni tontas, están sumidas todavía en la prudencia y en la duda. Y a esas les digo: ¡Despertaos, por favor, despertaos de una vez! Intimidados como estáis por el miedo de ir a contracorriente, es decir de parecer racistas (palabra totalmente inapropiada, porque el discurso no es sobre una raza, sino sobre una religión), no os dais cuenta o no queréis daros cuenta de que estamos ante una cruzada al revés.
Habituados como estáis al doble juego, afectados como estáis por la miopía, no entendéis o no queréis entender que estamos ante una guerra de religión. Querida y declarada por una franja del Islam, pero, en cualquier caso, una guerra de religión. Una guerra que ellos llaman yihad. Guerra santa. Una guerra que no mira a la conquista de nuestro territorio, quizás, pero que ciertamente mira a la conquista de nuestra libertad y de nuestra civilización. Al aniquilamiento de nuestra forma de vivir y de morir, de nuestra forma de rezar o de no rezar, de nuestra manera de comer, beber, vestirnos, divertirnos o informarnos...
No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no nos defendemos, si no luchamos, la yihad vencerá. Y destruirá el mundo que, bien o mal, hemos conseguido construir, cambiar, mejorar, hacer un poco más inteligente, menos hipócrita e, incluso, nada hipócrita. Y con la destrucción de nuestro mundo destruirá nuestra cultura, nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra moral, nuestros valores y nuestros placeres... ¡Por Jesucristo!
¿No os dais cuenta de que los Osama bin Laden se creen autorizados a mataros a vosotros y a vuestros hijos, porque bebéis vino o cerveza, porque no lleváis barba larga o chador, porque vais al teatro y al cine, porque escucháis música y cantáis canciones, porque bailáis en las discotecas o en vuestras casas, porque veis la televisión, porque vestís minifalda o pantalones cortos, porque estáis desnudos o casi en el mar o en las piscinas y porque hacéis el amor cuando os parece, donde os parece y con quien os parece? ¿No os importa nada de esto, estúpidos? Yo soy atea, gracias a Dios. Pero no tengo intención alguna de dejarme matar por serlo.
Lo vengo diciendo desde hace 20 años. Desde hace 20 años. Con cierta moderación, pero con la misma pasión, hace 20 años escribí sobre este asunto un artículo de fondo en el Corriere della Sera. Era el artículo de una persona acostumbrada a estar con todas las razas y todos los credos, de una ciudadana acostumbrada a combatir contra todos los fascismos y todas las intolerancias, de una laica sin tabúes. Pero era también el artículo de una persona indignada con los que no olían el tufo de una guerra santa que se acercaba y contra los que les perdonaban demasiado a los hijos de Alá.
CULTURA
Hacía en dicho artículo un razonamiento que sonaba, más o menos, así, hace 20 años: «¿Qué sentido tiene respetar a quien no nos respeta? ¿Qué sentido tiene defender su cultura o su presunta cultura, cuando ellos desprecian la nuestra? Yo quiero defender nuestra cultura y les informo que Dante Alighieri me gusta más que Omar Khayan». Se abrieron los cielos. Me crucificaron. «¡Racista, racista!».
Fueron los propios progresistas (en aquella época se llamaban comunistas) los que me crucificaron. El mismo insulto me lo dedicaron cuando los soviéticos invadieron Afganistán. ¿Recuerdan a aquellos barbudos con sotana y turbante que antes de disparar los morteros, elevaban preces al Señor? «¡Allah akbar! ¡Allah akbar!». Yo los recuerdo perfectamente. Y al ver unir la palabra de Dios a los golpes de mortero, me ponía malita. Me parecía estar en el medievo y decía: «Los soviéticos son lo que son. Pero hay que admitir que, haciendo esta guerra, nos están protegiendo incluso a nosotros. Y les doy las gracias». Se volvieron a abrir los cielos. «¡Racista, racista!». En su ceguera ni siquiera querían oírme hablar de las atrocidades que los hijos de Alá cometían con los militares a los que hacían prisioneros. (Les cortaban los brazos y las piernas, ¿recuerdan? Un pequeño vicio al que se habían dedicado ya en el Líbano con los prisioneros cristianos y hebreos).
No querían que lo contase. Y para hacerse los progresistas aplaudían a los estadounidenses que acongojados por el miedo a la Unión Soviética llenaban de armas al heroico pueblo afgano. Entrenaban a los barbudos, y con los barbudos al barbudísimo Osama bin Laden. ¡Fuera los rusos de Afganistán! ¡Los rusos tienen que salir de Afganistán!
Pues bien, los rusos se fueron de Afganistán. ¿Contentos? Pero desde Afganistán los barbudos del barbudísimo Osama bin Laden llegaron a Nueva York con los barbudos sirios, egipcios, iraquíes, libaneses, palestinos y saudíes que componían la banda de los 19 kamikazes identificados ¿Contentos? Peor aún. Ahora, aquí, se discute del próximo ataque que nos golpeará con armas químicas, biológicas, radiactivas y nucleares. Se dice que la nueva catástrofe es inevitable, porque Irak les proporciona los materiales. Se habla de vacunación, de máscaras de gas, de peste. Hay quien se está preguntando ya cuándo tendrá lugar... ¿Contentos?
Algunos no están ni contentos ni descontentos. Se muestran indiferentes. Norteamérica está muy lejos y entre Europa y América hay un océano... Pues no, queridos míos. No. El océano no es más que un hilo de agua. Porque cuando está en juego el destino de Occidente, la supervivencia de nuestra civilización, Nueva York somos todos nosotros.
América somos todos. Los italianos, los franceses, los ingleses, los alemanes, los austriacos, los húngaros, los eslovacos, los polacos, los escandinavos, los belgas, los españoles, los griegos, los portugueses. Si se hunde América, se hunde Europa. Si se hunde Occidente, nos hundimos todos. Y no sólo en sentido financiero, es decir en el sentido que me parece que es el que más os preocupa. (Una vez, cuando era joven e ingenua, le dije a Arthur Miller: «Los americanos miden todo por el dinero, sólo piensan en el dinero». Y Arthur Miller me contestó: «¿Ustedes no?»).
Nos hundimos en todos los sentidos, querido amigo. Y en el lugar de campanas, encontraremos muecines, en vez de minifaldas, el chador, en vez de coñac, leche de camello. ¿No entendéis ni esto, ni siquiera esto? Blair lo ha entendido. Vino aquí y le renovó a Bush la solidaridad de los británicos. No una solidaridad de pacotilla, sino una solidaridad basada en la caza a los terroristas y en la alianza militar. Chirac, no. Como sabes, hace dos semanas estuvo aquí en visita oficial.
Una visita prevista desde hace tiempo, no una visita ad hoc. Vio las masacres de las dos Torres, supo que los muertos son un número incalculable e, incluso, inconfesable, pero no se conmovió. Durante una entrevista en la CNN, mi amiga Christiane Amanpour le preguntó más de cuatro veces de qué forma y en qué medida pensaba luchar contra esta yihad y, las cuatro veces, Chirac evitó dar una respuesta. Se escurrió como una anguila. Me daban ganas de gritarle: «Monsieur le President, ¿recuerda el desembarco en Normandía? ¿Sabe cuántos americanos murieron en Normandía para expulsar a los alemanes de Francia?».
Excepto Blair, en el resto de los demás líderes europeos veo pocos Ricardos Corazón de León. Y mucho menos en Italia, donde el Gobierno no ha descubierto ni arrestado a ningún cómplice de Osama bin Laden. ¡Por Dios, señor Cavaliere, por Dios! A pesar del temor de la guerra, en todos los países de Europa han sido descubiertos y arrestados algunos cómplices de Osama bin Laden. En Francia, en Alemania, en el Reino Unido, en España... Pero en Italia, donde las mezquitas de Milán, de Turín y de Roma están repletas de bellacos que aplauden a Osama bin Laden, de terroristas que esperan hacer saltar por los aires la Cúpula de San Pedro, ninguno. Cero. Nada. Ninguno.
Explíquemelo, señor Cavaliere. ¿Es que son tan incapaces sus policías y sus carabineros? ¿Son tan ineptos sus servicios secretos? ¿Son tan estúpidos sus funcionarios? ¿Es que todos los musulmanes de Italia son unos santos? ¿Es que ninguno de los hijos de Alá que hospedamos tiene nada que ver con lo que ha sucedido y está sucediendo? ¿O es que por investigar, por descubrir y por arrestar a los que hasta hoy no ha descubierto ni ha detenido, teme que le canten la cantinela habitual de racista, racista? Ya ve que yo no.
¡Por Jesucristo! No le niego a nadie el derecho a tener miedo. El que no tiene miedo a la guerra es un cretino. Y el que quiere hacer creer que no tiene miedo a la guerra, tal y como he escrito mil veces, es un cretino y un estúpido a la vez. Pero en la vida y en la historia hay casos en los que no es lícito tener miedo. Casos en los que tener miedo es inmoral e incivil. Y los que, por debilidad o falta de coraje o por estar acostumbrados a tener el pie en dos estribos se sustraen a esta tragedia, a mí me parecen masoquistas.

Oriana Fallaci
traducció: Antoni Desvalls i del Poal